Por Carlos Maldonado
Con sus rostros embobados por lo desconocido eran evitados por decenas de personas para no tropezar con ellos mientras en plenos corredores se movían lento viendo hacia los dinteles de las puertas y hacia dentro de las oficinas para buscar infructuosamente el destino de su búsqueda. Pero nadie, ninguno de los empleados de la institución que visitaban, se comedía a preguntarles qué buscaban.
Por fin, uno de ellos se atrevió a preguntar a una de las chicas que, teléfono al oído, se carcajeaba por algo gracioso que la otra persona al otro lado de la línea, le contaba. La rubiecita artificial con ceño fruncido por la interrupción de la pregunta del visitante, dijo a su interlocutor telefónico, -¡…peráme!-, para luego dirigirse a su interrogador: -¿si?
-Disculpe seño, donde queda… La rubia solo atino a señalarle una puerta y volvió a su charla sin esperar que quien preguntaba se percatará que había entendido su peyorativa indicación.
Con sombrero en mano en señal de respeto se marcharon hacia donde aquella les señaló y entraron para toparse con un tipo que charlaba con su compañera de trabajo.
Después de un, buenos días de los dos visitantes que no fue respondido por los parlanchines volvieron a repetirlo, pensando que quizá aquellos no habían escuchado, ante lo cual recibieron como correspondencia, una mirada hostil: - ¡Que quieren!
Después de explicar en un castellano imperfecto, por no ser su lenguaje materno fueron mandados a esperar sentados en unas sillas fuera de la oficina. Al final eran indios y los indios tienen que esperar.
Las horas pasaron, los empleados iban y venían, la carretilla del café pasó repartiendo su pálido brebaje y aquellos dos paisanos fueron abandonados sin el mayor escrúpulo. Mientras tanto oían como sonaban los teléfonos, reían unos, chanceaban otros, oían papeleo pero nadie los atendía. Por fin, se levantaron impacientes por la demora para preguntar por el motivo que los llevaba a esas oficinas pero más pronto que tarde fueron mandados a sentar de nuevo.
Luego de varias horas de espera fueron llamados. Presurosos llegaron esperando escuchar buenas noticias, pero lo que encontraron fue un: - Miren, su expediente está en proceso todavía, ahora bien, si ustedes tienen algún conocido, un amigo aquí se haría más fácil o si pueden dejarse algo para agilizarlo, también sería bueno. De lo contrario, no estaría de más que se dieran una vueltecita la otra semana para ver cómo va el trámite.
Al no tener ni lo uno ni lo otro, sino solo el pasaje de vuelta a su lejano pueblo, se encontraron en la calle sin mayores esperanzas que las que tenían antes de entrar en esa dependencia. Un gasto que para ellos resultaba mucho más grande por sus condiciones precarias de vida.
Lo que acabo de contar es el diario vivir de cientos de ciudadanos que esperanzados en obtener soluciones a sus problemas se sienten engañados y frustrados por un aparato burocrático estatal que antes que el debido proceso ágil y efectivo se asienta en los amiguismos, los compadrazgos de personas que a veces ni siquiera llenan el perfil para ocupar el puesto que desempeñan y, por supuesto, en el soborno. En fin la pudrición de quienes tras los escritorios ostentan paradójicamente en las paredes el cartelito de la Contraloría General de Cuentas que reza: “Pongamos a la corrupción en su lugar” junto a cuya frase está dibujado muy elegantemente un bote de basura.
Instituciones donde la justicia, el acompañamiento, la sanción, como lo reza su ideal, deben ser prontos y firmes, y al contrario de eso hunden más en la desesperanza a la gente que no tiene ni conocidos, ni amigos influyentes ni dinero para “agilizar” sus trámites.
De ahí la degeneración social con los linchamientos y la justicia por “mano propia”; los crímenes y su elevación exponencial, consecuencia directa de los tortuguismos y las negligencias de sus operadores públicos. Una administración estatal que debe ser reformada para que no solo se agilice en sus procedimientos sino que no se preste a las corruptelas del sistema repitiendo adentro los mismos vicios que persigue afuera. Además de desterrar de una buena vez por todas el racismo exacerbado que se respira dentro de sus paredes. Un retazo nuevo en vestido viejo que por lo mismo no cohesiona sino rasga.
Cómo pedirle a un Ministerio Público que investigue los crímenes si adentro se engavetan los casos por los cuales pagan los implicados para que sean engavetados. Cómo pedirle a una Procuraduría de los Derechos Humanos que tiene el estigma de que protege más a los violadores de los derechos humanos que a sus víctimas, por la sencilla razón de que adentro las víctimas no encuentran la agilidad pertinente que les brinde consuelo y esperanza en la justicia. Cómo pedirle a una Dirección de Asistencia al Consumidor que vele por los derechos de nosotros los consumidores cuando sus inspectores no tienen fuerza de ley para hacer retroceder en sus abusos a los comerciantes inescrupulosos y a los acaparadores, cuya compra es más fácil. Cómo pedirle a una Contraloría General de Cuentas que sancione las malas prácticas de las instituciones en la contratación de personal o en la corrupción cuando ella misma favorece con dolo y fraude a sus “recomendados” y se hace de la vista gorda ante los “grandes negocios” del Estado con la iniciativa privada.
Realmente estamos de rodillas ante la delincuencia de cuello blanco, ante los usurpadores y los estafadores, porque ante el más elemental trámite los ciudadanos nos enfrentamos a un sistema putrefacto de “amiguismos y compadrazgos”, de sobornos y coimas, a lo cual se une la desidia, la prepotencia y el racismo que se respira en sus instituciones públicas por parte de funcionarios y empleados que creen que son “privilegiados” antes que servidores.
Guatemala, es un pueblo que aparte de estar hambriento de pan, está hambriento de justicia. Creo que en este segundo aspecto su hambre es más crónica.
Esto es solo la punta del iceberg de este cadáver pútrido.
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